El control que infunde miedo. El Partido Comunista en Cuba.
Fragmento de “Esto no es una ficción”, mi último libro.

Sábado 11 de junio de 2022
Desearía comenzar con el famoso descargo de responsabilidad que antecede, por lo
general, al inicio de una película basada en hechos reales:
Todo lo que se contará a partir de este momento pertenece a la ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Pero no. Esto no es una ficción.
A las diez de la mañana viajé a La Habana en el colectivo de la EICTV para realizar las
averiguaciones pertinentes respecto a mi viaje a Bayamo, que deseo hacer la semana
próxima.
Uno de los equipos de sonido que me trajo el amigo de mi padre lo constituyen unos
auriculares que, a simple vista, sólo servirían para escuchar, pero en su parte exterior
tiene dos micrófonos que pueden grabar sonido en alta calidad.
Decidí hacer un experimento práctico. Comencé el registro a las diez y cuarto de la
mañana, con el objetivo de no cortar la grabación hasta mi regreso a la EICTV.
Ahora son las seis de la tarde y acabo de entrar a mi habitación en La Siberia.
En ningún momento detuve la grabación.
De ida, el dispositivo registró el viaje en el autobús de la Escuela. Luego, mi encuentro
con Andy y el trajinar extenuante por las oficinas estatales de transporte cubano,
intentando hacerme de un pasaje.
No conseguí ticket. Para obtenerlo debía pagar una suma ostentosa de dinero. La
cantidad de más que debía abonar se quedaba en las manos de los oficinistas de turno
que expedían el boleto. Si no quería pagar lo que me proponían, debía anotarme en una
lista de espera en la Terminal de ómnibus de La Habana, e ir día a día a constatar si era
seleccionado entre otros miles que querían emprender viaje.
Imposible. Desistí de la idea de viajar cómodo en un bus acondicionado para las catorce
horas de viaje y me resigné a emprender la travesía en un camión modificado, que en
su interior permite que uno se siente en una butaca y aguante como pueda la
incomodidad de semejante tirón.
El dispositivo registró el sonido del viento, primero, y después el de la lluvia, al caer
sobre las calles sucias de Centro Habana. Luego, el viento de las calles laterales al
Malecón volvió a golpear los micrófonos.
Captó, también, el ambiente sonoro de una pizzería donde comimos con Maday, Andy
y Santiago, un muchacho chileno que también estaba en la búsqueda de un pasaje para
viajar a, valga la redundancia y la casualidad palabrera, Santiago de Cuba.
A partir de allí, registró mi caminar hacia el Parque Curita, mi subida a la máquina que
me dejó en La Ceguera, mi posterior caminata bulliciosa entre el gentío de las
inmediaciones del Hospital Oftalmológico, y mi espera de treinta minutos, hasta que
pude montarme en un camión que me dejaría en San Antonio de los Baños.
Al llegar, caminé desde la plaza donde Nelson arregla encendedores, hasta la Calle Real
y de allí en línea recta hasta dar con la Plaza de la Iglesia.
San Antonio de los Baños tiene raigambre católica, y su edificio de culto es una antigua
construcción del año 1784. La rodea una pequeña plaza que, a pesar de sus reducidas
dimensiones, es el lugar de encuentro de los niños, los jóvenes y los adultos del pueblo.
Actualmente, la iglesia funciona a «media máquina». El sacerdote, que hasta hace unos
días daba su misa dominical sin inconvenientes, estaba planeando en secreto su escape
de Cuba.
Días atrás se supo, luego de su desaparición de la institución católica, que había
embarcado en una lancha hacia los Cayos del Sur de La Florida.
En la urbe nadie supo más nada de él.
A un costado de la Iglesia, cruzando la calle compré un refresco de limonada, tres latas
de cervezas y dos paquetes de algo parecido a papas fritas.
Luego me senté en uno de los bancos a esperar el taxi, que antes había llamado.
A los diez minutos ya estaba Gustavo con su Lada rojo, estacionado a un lado del cordón
de una de las calles que rodeaban la plaza.
Con él solemos hablar de temas políticos, sociales y religiosos.
Yo tenía puestos mis auriculares, que seguían grabando.
Antes de que llegase el taxi había controlado la duración de la grabación: siete horas y
diez minutos, apreté el stop. Ya era demasiado.
A mitad del viaje, luego de haber hablado de distintos temas, hizo un gesto conocido en
el argot cinematográfico. Como si tuviese la manivela de una antigua cámara de
fotogramas en una de sus manos, comenzó a dar vueltas una y otra vez mirándome.
Le pregunté qué quería. Me preguntó en voz baja sí lo estaba grabando.
Le dije que no.
Hizo una seña dirigida a mis auriculares. Y le dije que eran eso, sólo auriculares.
Me hizo otra seña. Señaló el cable que recorría el auricular hasta el iPod. Le dije que no.
Que habíamos quedado en que no iba a grabar nada que lo enredara a él en un problema
con el Partido. Aunque, a decir verdad, en esa charla no había salido de nuestras bocas
nada comprometedor.
El Lada rojo se abrió paso por la entrada de la EICTV y recorrió el kilómetro que separa
la garita de la institución. De ahí, Gustavo manejó por las calles internas hasta que
llegamos a La Siberia.
Apagó el motor del auto y me pidió que lo esperara, que me tenía que mostrar algo.
Yo le dije que buscaría mi caja con las compras en el asiento trasero, y que luego lo
atendería.
Cuando estaba buscando el dinero para pagarle, Gustavo me acercó en silencio un
papel. Yo intenté hablar, él llevó inmediatamente uno de sus dedos índices a sus labios
y luego me señaló con su otra mano el papelito, que tenía algo escrito.
Decía: “Me estás grabando”.
Volví a asegurarle que no.
Intranquilo y sin creerme, encendió su auto nuevamente. Cerró la puerta del
acompañante, y me lanzó una última mirada por sobre el marco de sus anteojos oscuros.
Luego, dio marcha y se perdió por el sendero hacia la salida.
El miedo en Cuba no es el Imperio, aquí el miedo es el propio gobierno.
La gran mayoría de la sociedad cubana vive su propio imperio, el que tiene como núcleo
el Capitolio, en el centro de la ciudad de La Habana, pero que en realidad está esparcido.
Esparcido como un virus que apaga el espíritu revolucionario en cada cuadra de cada
ciudad y caserío de la Isla, donde, camuflados o a simple vista, se encuentra un soplón
que responde a los intereses de la élite comunista.