El cuento de la criada y una reflexión a contraluz.

Una reflexión sobre estos tiempos aspiracionales.

Bienvenidos y gracias por estar aquí.

En esta oportunidad decidí colocar este título a este artículo, no por mera casualidad, sino por el contrario, aludido por este tiempo, mi tiempo, en el cual hace aproximadamente un mes estoy visionando capítulo a capítulo la serie “El cuento de la criada” o “The Handmaid’s Tale” en su título original.

Voy a hacer un breve resumen de la trama, no porque lo merezca este artículo, sino para poner en contexto. La serie va de un mundo distópico donde la fertilidad es ínfima y la natalidad ha caído a números de extinción de la especie. Para ello, Estados Unidos, como si hubiese sido una expresión de deseo por parte de la autora de la obra literaria en la que está basada la serie (publicada en 1985) o bien una visión futura del mundo casi exacta, cayó en un cadalso hegemónico. En resistencia a ello, un grupo de fanáticos religiosos compuestos únicamente por hombres, toma el poder e implementa un sistema opresor en casi todo el territorio norteamericano, raptando a las mujeres fértiles —las “criadas”— para violarlas en ceremonias religiosas heterosexuales y así crear un MGGA (Make Gilead Great Again), utilizando como excusa y tergiversando las antiguas escrituras.

En este punto de mi visionado, donde ya promedio el meridiano de la quinta temporada, la serie me sirve más para pensar que para apreciar.

¿Por qué digo esto (y no es spoiler)? Lo digo porque ya no me cautiva como las primeras dos o tres temporadas y porque, además, siento que ya me hartaron los planos a contraluz. Y aquí llego al meollo de este artículo:

“La elección del director de filmar de manera continua y consecuente planos a contraluz se justifica para mí pura y exclusivamente, si esa estética refiere a un adentro sombrío y un afuera luminoso que expanda el universo de la historia.”

Quiero decir con esto, que la elección fotográfica aluda a una alegoría muy sutil y encriptada de nuestro tiempo (que, de ser así, no será descifrada nunca —casi con seguridad— por la mayoría de los espectadores, lo cual me apena).

Déjeme apuntar una brevísima afirmación:
“Ni lo de afuera es tan luminoso y mucho menos lo de adentro tan sombrío.”

Permítame poner esta decisión estética y esta serie, ya cansina a mi criterio, en un ejemplo práctico no dicho por mí, sino expresado por Jorge Alemán (psicoanalista argentino), en una reciente entrevista.

Alemán plantea que, más pronto que tarde, posiblemente nacerá una nueva religión que tome en parte —o en su totalidad— los mecanismos de captación y convencimiento de las tradiciones religiosas actuales y las convertirá en un nuevo monopolio de la fe. Esto último, lo del monopolio, corre por mi cuenta.

Ahora me toca a mí esgrimir una pregunta retórica:

¿Y si la nueva religión se implementó en los últimos 15 años con el “malsonante y despreciable” algoritmo informático?

Hoy pareciera ser que ese contraluz al que estamos expuestos indefectiblemente son las pantallas, que para ser más concreto emiten luz, pero no de brillo en la concepción metafísica o esotérica del término, sino de manera práctica: electrones, leds, píxeles… y el “Android en coche”.

Estamos a las puertas de una nueva generación de creyentes, de optimistas de lo inalcanzable o “esponjas de la mentira”. Todos quieren su Mustang o su Lamborghini sin mucho esfuerzo y cada vez se cree menos en lo cierto y se da por cierto lo increíble.

Resulta ser que ese contraluz que nos acompaña (y roba) gran parte de nuestro tiempo vital, nos muestra un mundo a alcanzar pero que jamás tocaremos. Algo así como en la inolvidable “The Truman Show”.
La mar, extraordinaria fuerza del líquido en constante movimiento, se nos presenta como un disfrute y a la vez una barrera que nos invita únicamente a contemplarla, pero nunca a quebrarla.

La mar hoy es la expresión del deseo bajo la mirada de una sociedad contemplativa y pasiva, que convierte activamente, ahora sí, a esas luces en inviolables e inalcanzables.

Sin los ojos detrás de los píxeles no hay nueva religión.
Algo así como que, sin el miedo a la omnipresencia, se terminan las religiones convencionales.

Si bien bajo mi criterio de nada sirve, para muchos sí es funcional a sus distracciones u vacíos intereses, auto-vejarse dentro de las casas y templos que son nuestros cuerpos y mentes, violando pensamientos con pensamientos de otros, cuerpos de otros, conciencias que habitan otros templos y casas.

“Al menos otro día sale el sol”, pareciera ser la máxima que se esgrime hoy en día en las clases despojadas de lo que los influencers —nuevos monaguillos de esta maquinaria de fe virtual— exponen en cada reel ostentoso, que es sin dudas lejano y prácticamente inalcanzable a su realidad, bajo todo concepto.

La utopía es imposible al igual que el horizonte, pero por algo lo es: porque nos sirve para eso, para caminar, dijo Birri.

La gran inconveniencia contemporánea radica en que ese horizonte está conformado con un telar complejo y extremo basado en el querer lo que no se tiene.
Una sociedad aspiracional con techos de diamantes falsos y cimientos de algodón.


El contraluz, por momentos insoportable, de “El cuento de la criada”, al menos —a pesar de la salud de mis ojos y mi enojo estético— me hizo reflexionar en que tal vez, en ese mundo distópico de machos alfa autoproclamados semidioses, y mujeres vistas y expuestas al mundo únicamente como máquinas reproductivas, resulta ser un espejo artístico de una verdad que, a todas luces, es sombría:

“Nuestros mundos se oscurecen aún más, cada vez que subimos el brillo de ese contraluz, que no es más que una pantalla.”

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