El mecanismo de falla, una constante que invito a expandir
Corroer el sistema desde los márgenes.

Algunas de las tácticas militares utilizadas en la antigüedad para conquistar una ciudad amurallada o un castillo habitado por un rey en apuros consistían en lanzar, desde catapultas ubicadas en los márgenes del territorio, materia prima apenas moldeada. A veces piedras burdas, otras veces barro y paja incendiados.
El asedio era, como toda necesidad de molestar, una acción insoportable, que agobiaba más a los engranajes de las máquinas rudimentarias que a los músculos de quienes cargaban los proyectiles.
Me siento una catapulta.
No por su inmensidad, sino por su suciedad.
Las esferas de barro y piedra dejaban sedimentos, resquebrajaban su estructura,
no para romperla sino para curtirla.
Cada máquina se amoldaba disparo a disparo,
y cuando aparecían las primeras grietas en el muro,
era allí donde terminaban de afinarse.
Ser falla en el sistema artístico
“No doblegarse y obedecer.”
Sin pretender redactar un manifiesto sobre la creación artística,
sí deseo alumbrar —con mucho combustible y aún con un puñado de candiles—
lo que significa para mí “ser creador”.
Hace poco, en una charla con mi padre, respondí enérgicamente:
—¡No, de ninguna manera!—
Ante su afirmación equivocada de que mi intención con mis obras era agradar.
A los veintidós años, cuando escribía Montefiore,
pensaba en lo que significaba cada personaje para el mundo de principios de milenio
y cómo podía proyectarse hacia el futuro esa obra,
que yo creía profética, casi mesiánica: la nueva Biblia.
No escribía para agradar, sino obedeciendo una pulsión inexplicable
que me agobiaba y no me permitía respirar ni mirar para otro lado.
Esa pulsión me moldeó hasta quebrarme.
Un confinamiento de más de tres meses —diciembre 2007 a marzo 2008— en un psiquiátrico,
demoró mi vómito literario y me devolvió a la cotidianidad de la mayoría por unos años.
Luego de Montefiore, comencé un peregrinaje cargando la poca fe del entorno
y mi férrea convicción de que continuaría con mi carrera artística.
En 2011, con algo de independencia económica, retomé la escritura: nació La Alpina.
Un manuscrito inédito, una continuación del universo Montefiore,
con una escritura más refinada, menos idiota, más seria y triste.
¿Qué es una falla?
Me lo pregunté muchas veces con violencia.
Y aunque la respuesta aún sea inconclusa,
con el tiempo confeccioné una hoja de ruta en este universo que habito.
Me situé en lo subterráneo, lo soterrado,
y descubrí que ahí estaban mis placas tectónicas.
Cada canción como pulso.
Cada escrito como movimiento.
Cada película como expansión telúrica.
Han pasado diez años desde La Carneada, mi primer cortometraje.
El cine —y en especial el documental— es el arte más advertido de mis casi veinte años de creación.
No lo elegí por gusto.
Lo elegí como herramienta, como catapulta.
Mis películas interpelan desde el silencio y la incomodidad,
desde la imperfección que se vuelve perfecta y sucia.
Algo profano, que intento sea devoción y no aceptación.
Esas historias me obligan a no frenar.
Y en ese transitar, no tengo tiempo para agradar a nadie.
Crear desde los márgenes
Atacar al sistema amurallado y bien armado,
que dispara flechas desde sus aspilleras con arqueros serviles.
Por esas cavidades no ingresan mis proyectiles.
Pero sí impactan en los muros…
Y es ahí donde comienzan a resquebrajarse sus cimientos.
No busco comunidad.
Busco ostracismo activo.
Sé que con esta declaración me expongo.
Pongo en jaque a mi yo del futuro.
Pero dudo que cambie de parecer.
Me juego un pleno:
Ese José David Apel de 2060 no será más idiota que el actual.
Primero, porque la toxicidad del círculo que me rodea se depuró.
Segundo, porque encontré una tranquilidad profunda:
la de no tener que agradar a nadie.
Se parece al paraíso de la mente,
donde la ansiedad es casi inexistente
y la paz es real.
No la de los cementerios.
Mientras me alcance la falla, seguiré produciendo.
El ámbito autogestivo requiere tranquilidad y paciencia,
pero también dinero y originalidad.
Requiere morderse los chalecos de fuerza
hasta romper las tiras y liberarse.
No hay que ser Houdini, escapando de cadenas bajo el agua,
sino más bien un animal furioso,
que rompe salivando, sangra las encías y resiste presente ante el status quo.
Esta acción necesita dos valores fundamentales:
- Fuerza de voluntad.
- Determinación estoica en el ausente presente.
Que sea el mensaje quien grita
y la imagen propia la que calla.
Vivimos tiempos de orfandad evolutiva.
Nos enseñan que sin imagen pública no hay legado.
Y sin legado… no hay existencia.
Bueno, lector o lectora, debo quemar sus naves
y dejarles esto:
“Solo existirá la sensación del no existir
cuando no se tiene más que ofrecer
como bandera: la imagen como concepto.”
La imagen no es nada.
¿De qué sirve un filósofo sin pensamiento?
¿Un futbolista sin balón?
¿Una catapulta sin proyectil?
Sirve como decorado.
Una pieza de museo para turistas adinerados.
Basura.
Romper el sistema por intermedio de la falla
es saberse mortal.
Es comprender que la obra será el legado,
y que el autor debe eyectarse del tutoreo de la misma.
Que el árbol sea la obra y no el autor.
Que el tronco tenga dirección simbólica, no fáctica.
Que quienes puedan leerlo vean allí su verdadero sentido.
Filosofía de la implosión
No busco construir pensamiento, sino detonar el lenguaje.
No propongo una verdad, sino exhibir la implosión del sentido.
Interrumpir la linealidad en cada obra.
Destruir el pacto con el lector.
Perdón si hay exceso de autorreferencia.
Pero si quiero desentrañar el concepto de falla,
no puedo hablar de otra cosa que de mí.
Porque soy una falla desde chico.
Con el tiempo comprendí el quiebre existencial de mis veintitrés años.
Darse cuenta de la propia esencia
rompe la linealidad.
Quiebra el sentido.
Crea un nuevo pacto:
“Destruir todo lo que se construyó.”
Y a diferencia de la anti-falla,
no reconstruir mejor,
sino seguir erosionando.
Disparar proyectiles más pequeños,
con balas más mortíferas.
Fallar en la lógica es corroer desde los márgenes
No es enfrentarse con un tanque en una batalla urbana.
Es ser un francotirador.
Ajustar la mira en cada disparo.
Apuntar a lo arraigado.
Y disparar para que lo importante no sea la imagen,
sino la consecuencia de nuestro accionar.