EL ETERNAUTA: LA NIEVE QUE ENFRÍA Y CONTAMINA

Una historia helada que arde en el presente.

Una producción que emerge en el desierto audiovisual

Hace poco tiempo, finalmente terminó la espera y se estrenó la primera temporada de la serie El Eternauta. La vi, y celebro esta extraordinaria producción nacional en tiempos de desierto para el cine argentino y las series cinematográficas locales.

El cine de autor, en nuestro país, ha sido relegado a un último plano: el gobierno nacional ha decidido “reestructurar” el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales – INCAA –. No hay una sola película argentina producida durante el año 2024 que haya contado con el apoyo de este gobierno y —a riesgo de pecar de futurólogo, pero sin dejar de ser subjetivo y pesimista— no serán muchas las obras que atraviesen concursos que ya no existen en el organismo de cine más relevante que tuvo Iberoamérica durante décadas.

Decisiones de gobiernos temporales, al fin. Aquí es donde emerge mi objetividad y el análisis subterráneo: ni siquiera las dictaduras cívico-militares del siglo pasado pudieron destruir la cultura argentina. Tampoco lo hará este presente. No podrán arrasar con el motor que nos impulsa, como sociedad, a ocupar un sitio apenas por encima de la mediocridad.

Un análisis de la serie desde el contenido y la forma

Pero vayamos puntualmente a la serie. Lejos de ser adulador, debo confesar que hay cuestiones estructurales que no terminan de convencerme, y otras decisiones que no logro concebir en un producto —bien utilizado el término en este caso— de semejante envergadura. Pasado el meridiano del cuarto capítulo, pregunté a quien compartía el visionado conmigo si era yo quien no comprendía los giros argumentales o si era la serie la que no estaba siendo clara en su desarrollo. “No está muy claro”, coincidió conmigo.

La mayoría de las interpretaciones restan valor a la historia. En particular, me incomodan y me sorprenden. Ver a Peterson fuera de su rol de comediante me perturba. No rinde. No honra a Oesterheld. Tampoco los jóvenes, y aún menos Marcelo Subiotto —el multipremiado y extraordinario actor de Puan—, que en su rol de personaje dual no conmueve, no extravía, no provoca rechazo: simplemente no produce nada como espectador.

El resto, normalito. Staltari, Troncoso y Darín hacen lo que deben: interpretar lo mejor posible. Un poco por respeto a una historia emblemática y cargada de simbolismo nacional, y por otra parte, porque así debe ser. Para eso cobran su salario. Para dignificar no solo a los personajes que encarnan, sino también sus propias trayectorias actorales.

Pero… no quiero seguir profundizando en las formas, sino en el contenido. Y el contenido acompaña un hecho trascendental que marca un antes y un después en el desarrollo del ámbito audiovisual argentino: El Eternauta no es una serie más. Es, y será, la primera serie nacional realizada con la técnica más avanzada de filmación en estudios. La implementación de fotogrametría y 3D Mapping, la utilización de entornos inmersivos en estudios con pantallas de altísima fidelidad que replican los espacios nevados de la ciudad de Buenos Aires, marcan un hito. Una nueva era. Y qué mejor que esta historia para abrir ese camino. Un precedente a la altura de los estándares premium de la industria audiovisual mundial, hecho casi en su totalidad aquí, en nuestra tierra.

La nieve como metáfora social

Pero hay algo más, algo soterrado que quiero develar. Un clima de época. La realidad supera a la ficción, usted lo sabe, y yo también. Y metafóricamente, esta no es la excepción. Vivimos tiempos de nieve radioactiva. De una sociedad en descomposición, donde prima la frialdad ante el otro, la ignorancia del sufrimiento ajeno, y sobrevive solo el más fuerte.

No quiero caer en el trillado lema “nadie se salva solo”. Ya lo han repetido hasta el cansancio actores, directores, periodistas y espectadores. Pero es cierto. Y quien no lo incorpore en su cotidianeidad, permítame decirle que, como mínimo, peca de desconexión social. Le propongo una analogía: la nieve como síntoma de una sociedad que solo aprendió a mirarse el ombligo. Cada uno de nosotros somos ese copo de nieve radioactiva que cae desde lo alto. Como gigantes que se creen portadores de la verdad. Como dioses omniscientes que primero observan y luego descienden al territorio para contaminarlo todo. Así somos, un poco, los argentinos. El problema es que si en algún momento nos enajenamos —un pequeño lapsus de conciencia— y dejamos de ver la nieve como una “fuerza del cielo”, caemos en cuenta de que, en realidad, esa actitud contaminante nos arranca lo más preciado que tenemos: la vida.

Una lectura política necesaria

Quien haya leído los dos tomos de Oesterheld, podrá advertir con claridad quiénes eran “los malos” en esa historia, en un contexto donde ya se cocinaba el Plan Cóndor para América Latina. Hoy, los malos siguen siendo los mismos. Y quien sufre, como siempre, es el pueblo trabajador, la clase media diezmada y una juventud masacrada en oportunidades.

La radioactividad actual tiene un idioma vulgar, ofensivo, que desciende desde lo alto hacia la población, de la boca de un primer mandatario que un día cree ser Moisés, otro día el rey de la selva y casi siempre se disfraza de economista experto en crecimiento, con y sin dinero. Pero hambrean al pueblo. Cumplen con los mandatos de “las manos”. Contaminan el tejido social. Dañan la patria. Hoy, quien sopla las nubes y crea tormentas para volvernos radioactivos es el gran responsable de este mal clima: nos vuelve más insensibles, más ignorantes, más animales, más cascarudos.

Es hora de ver El Eternauta entre líneas. De volver a los dos volúmenes del cómic de Oesterheld y entender que los verdaderos invasores son todos aquellos que pretenden dividir para reinar. Un territorio olvidado, eternamente gris, bajo la nieve fría de la ecpatía. Un país donde a quien le toca, le toca. Y a quien no le toca, se lo margina y se lo congela en un olvido feroz. Esa frase a la que inevitablemente debo volver —nadie se salva solo—, también está profundamente ligada a esto. El Eternauta no habría sido posible sin los años de trabajo sostenido en la industria audiovisual argentina, respaldados por un instituto que no solo impulsaba la proyección internacional de nuestra cultura, sino que también garantizaba la formación de miles de trabajadores del sector. Gracias a ese entramado, muchos pudieron capacitarse con calidad, tanto en el país como en el exterior, y prepararse para afrontar producciones de esta envergadura.

Es hora de mirar El Eternauta con otros ojos. No con los del cineasta crítico que se pierde en minucias y no ve lo esencial. ¡Qué importa si Peterson actúa mal! ¡Qué importa si el último giro argumental no se entiende! No importa. Nada importa más que volver al pasado, tomar los libros de Oesterheld y leer el presente. Para que el futuro, de una vez por todas, nos funda en un abrazo… y nos salve de esta nieve fría y radioactiva.

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