¿Por qué filmo documentales?
Inicio este escrito con el título, una pregunta a la cual puedo responder con diversidad
y, a su vez, no tengo aún herramientas para dar una concreta.
Revisando material que queda de los rodajes encontré este video.
Es del mes de mayo del año 2018, en las alturas de los cerros que circundan la cueva de Pedro Luca Mamani, en Tucumán.
Este Vblog es del tercer viaje que hacía a San Pedro de Colalao, en búsqueda de un buen registro de nuestro personaje Pedro,
un hombre que vive —aún hoy— hace más de cuarenta años en una cueva.
“La alegoría de la cueva” fue mi primer largometraje documental.
Recuerdo el día de filmación, el frío era intenso.
Las seis jornadas que estuvimos ahí durante esa temporada, al despertar temprano en la mañana, me quedaba junto a Pedro y Juan Manuel,
mi compañero de filmación de ese viaje, al lado del fuego para calentar los pies,
y recién podíamos empezar a caminar y grabar el recorrido matutino cerca del mediodía.
Cada día religiosamente, en ese otoño, me pregunté perdiéndome en las llamas de ese fuego:
¿Para qué estoy acá? ¿Por qué estoy filmando?
Por suerte, y a favor de mi presente, cada noche cuando me metía en la carpa encontraba la respuesta,
que siempre era —o se parecía a—:
“Estoy acá para contar esta historia.”
¿Pero por qué contar historias?
¿Por qué hacer el esfuerzo de sufrir un otoño crudísimo en la intemperie de los montes,
a dos mil metros de altura y con temperaturas bajo cero?
Pedro decía que sufrir es bueno, porque quien sufre va a “La Gloria”.
Para él, ese sitio era un lugar idílico y único,
un lugar poseedor de tal hermosura que se resumía a algo muy simple:
“Estar junto a los antepasados alrededor del fuego, escuchando al abuelo que le preguntaba a los recientes difuntos cómo estaban, cómo había sido su vida en este mundo, y si estaban dispuestos a escuchar una nueva historia.”
Pedro fue tan mágico como el alrededor de una selva casi impenetrable.
Tal vez esa magia montañesa era mi guía y me ayudaba a estar ahí, con quejas, pero sin bajar los brazos.
Una tarde tuve una sensación de desamparo atroz.
Había decidido salir a caminar en soledad por los alrededores.
No tengo presente si era otoño, invierno, primavera o verano,
pero me fui de la cueva, dejando a mi compañero de rodaje y a Pedro hablando…
de cosas.
Sí, cosas.
Porque Pedro hablaba mucho de eso: del maíz y la lluvia, de la linterna y su escopeta,
de lo que había o no en el pueblo, y de sus sueños…
que también eran cosas.
Cosas muy simples para nosotros los citadinos, cosas casi insignificantes.
En ese caminar, con el desamparo a cuestas, bajé hacia un arroyo de montaña
que corría a unos doscientos o trescientos metros de la cueva.
Ahí, escuchando el rumor del agua, me sentí triste.
Tristeza de desamparo.
Duró un par de minutos… hasta que inexplicablemente vino a mi mente la presencia de una joven judía
que se había quitado la vida cuando yo era niño.
Nunca hablé con ella. ¿Qué tendría para hablar una adolescente con un niño de secundaria?
Aunque a todos nos gustaba…
la joven rubia, hermosa e inteligente de nuestro universo escolar.
La joven popular… estaba rota.
Y reinaba en un territorio desierto, habitando un castillo de naipes en un erial inmenso.
Su voz —que tal vez no era la suya— me dijo:
“Estoy acá para cuidarte.”
Y me dio paz, al mismo tiempo que me asustó.
No sé ni cómo se llamaba, ni su apellido, ni nada.
Solo sabía que su madre había sido mi profesora en ese inicio de ciclo superior
y que su hermano era muy alto y jugaba al básquet.
Esa presencia inexplicable, como muchas otras cosas que ocurrieron en ese lugar,
me enseñaron que existe alguien que nos cuida.
En cada instante de nuestras vidas mortales.
Pero también, algo que debemos hacer para encontrarlos.
Juan Manuel, mi compañero en ese otoño, fallecería dos años después.
Y también me acompañó.
Apareció en sueños y en la vigilia una y otra vez…
hasta que un día se esfumó para siempre
y se elevó a otro estado, en otro sitio.
Tal vez se fue a “El Lucero”.
Creo que esa es una de las tantas respuestas del:
¿Por qué hago documentales?
Para encontrarme con esas almas.
Presiento que hay una brújula colgando de mi mano
que indica el lugar preciso donde rodar mi próxima película.
Y que esa dirección la marcan las ánimas que revolotean mi presente.
En este sitio donde estoy escribiendo hoy,
o en cualquier otro lugar donde esté,
ejecutan su plan maestro como si se tratase de un invisible cónclave de ánimas
que por las noches planean su próximo proyecto.
Y sin dudas me incluyen.
Y me utilizan como brazo ejecutor.
No es delirio.
Es algo parecido a eso.
Pero es verdad.
Creo que no sirve de mucho manifestarse artísticamente sin que ellas y ellos lo planeen.
“No te olvides de recordarnos, porque sin el recuerdo no hay presente y sin el presente no tendrás futuro.”
Parecerían dictarme en cada cápsula temporal en la que ingreso en el antes, durante y después de una película.
Se apropian de mi obra,
pero sin enloquecerme.
Ese fue el pacto que hicimos alguna vez en una lúgubre y húmeda habitación del psiquiátrico La Merced:
“Hagamos esto juntos, pero no quiero ni Dios ni Diablo que moleste.
Medien ustedes, que están más cerca,
para concretar el pacto que consistirá en que yo abriré caminos en esta tierra
para que otros atraviesen los matorrales.
Pero sin caminos directos ni al infierno ni al paraíso,
sino donde me lleve el viento…
y, por supuesto, su brújula.”
Un marinero errante
Cuando ya estaba en mis últimos días en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba, finalizando mi maestría,
Affonso Uchoa, entrañable persona y gran maestro, me dijo:
“Tu vida es como la de un marinero que va de puerto en puerto buscando un sitio seguro donde descansar por algún tiempo.”
Y tuvo razón.
Un deseo, una súplica
Deseo —y extiendo la súplica— a todos ustedes, quienes están leyendo este escrito:
Que nuestros barcos sean nuestros cuerpos,
las velas nuestras fuerzas,
y el viento nuestras almas.
Que nos impulsen y nos guíen hacia los sitios donde ellas y ellos deseen.
Que aparezcan como tifones o brisas,
como tormentas tropicales o soplidos árticos,
para aventarnos en la inmensidad del tiempo
e invitarnos a no pasar por este mundo inadvertidos.
Porque si no…
allá en El Lucero,
cuando seamos abuelos y estemos alrededor del fuego,
tal vez no tengamos cuentos que contar.
Y nuestros hijos y nietos
se aburrirán
y quedarán pegados a la ilusión de las llamas,
que siempre danzarán como fantasmas,
pero que nunca serán almas…
si no solo movimientos del tiempo.