Esta es mi primer entrada de Blog.
Bienvenido, y gracias por estar acá junto a mí. Más allá del tiempo en que usted esté leyendo este u otro texto, de alguna manera estamos juntos. Decidí replicar en este primer posteo un fragmento de “Esto no es una ficción”, mi última obra literaria, escrita en Cuba, en el período Marzo – Septiembre de 2022 en mi estancia en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de Cuba, mientras estudiaba mi Maestría en Cine Documental.
No fue azarosa la elección, por el contrario. Decido invitarlo a este espacio de reflexión y expresión sobre el quehacer cinematográfico y otras manifestaciones artísticas con lo escrito un 29 de abril de 2022 allí, en ese hermoso predio de la EICTV, cuando aún, no deseaba con todas mis ansias regresar lo más pronto a mi país, Argentina.

Bitácora desde la Siberia.
EICTV | Día 29 de Abril de 2022
Escribo porque no tengo mucho que hacer. Son las once y media de la noche. En la Escuela están celebrando la graduación de las camadas 27 y 28 de la EICTV. Estuve en el acto durante dos horas, desde las ocho y media hasta las diez y media. Después emprendí la larga caminata a oscuras por las calles internas hasta llegar a mi habitación.
A medio camino, una voz me llamó desde atrás. Era Lucas, mi compañero brasileño. Caminamos juntos hasta La Siberia, me invitó una cerveza y hablamos del mercado de criptomonedas. Le conté que tiempo atrás estudié Comercio Internacional y que me había recibido, que trabajé siete años en el campo y tuve una fábrica de ropa.
Lucas tiene una forma única de hablar español. Un portuñol perfecto. Cuando acierta, está bien. Y cuando se equivoca, también. Siento afinidad por él, no sólo por la cercanía generacional, sino porque compartimos ciertos valores éticos. Detrás de nuestras máscaras formales, somos tipos graciosos, bizarros.
Nos reconocemos el uno en el otro. Y eso también es lo que estamos buscando.
Cuando le conté sobre la fábrica, me dijo que yo tenía muchas vidas en una. Que él, siendo casi de mi edad, había vivido sólo una. Entonces le conté, a grandes rasgos, lo del calabozo de Famaillá. Cuando llegué a la escena del preso enjabonándome la espalda, no pudo evitar una carcajada tan fuerte que casi escupe la cerveza.
Nos reímos mucho. Fue un lindo momento.
A lo lejos suenan los instrumentos de la agrupación de música tradicional cubana que contrataron para el evento. Pero no voy a quedarme esperando a que toquen. Mañana viajo a La Habana y necesito dormir bien. Mantener una línea recta, en favor de mi salud física y mental.
Confieso que rompí ese propósito el 16 de abril, el día del cumpleaños de Abril, la hija de Valentina. Tomé mucho ron, fumé un puro completo, y terminé abrazado al inodoro vomitando todo: comida, alcohol y parte de mi dignidad.
Pero bueno… los excesos no significan nada si uno acepta esa degradación en soledad. Sólo mi conciencia y las cuatro paredes de esta habitación fueron testigos de esa noche.
Hoy vimos Visión nocturna, de Carolina Moscoso. Ya habíamos visto los primeros quince minutos en el módulo anterior, pero esta vez, con Mercedes, la vimos completa. No voy a pronunciar un análisis técnico. Solo quiero decir que me abrió los ojos.
La película es una cachetada a los cánones estéticos. Moscoso usa una Handycam con todas sus imperfecciones: planos sucios, sobreexposiciones, movimientos bruscos. Todo eso, que los puristas desterrarían, aquí encaja. Es poderosa.
Me asombró. Invita a filmar. Se debería enseñar antes que las películas clásicas. Porque, ¿de qué sirve la perfección técnica si la imagen no transmite lo que debe? ¿Quién decide cómo debe ser contado un relato cinematográfico?
Recordé también The Last Summer, filmada enteramente con una cámara de seguridad. Una imagen rota, contemplativa. Durante toda la película parece no suceder nada. Y eso también tiene sentido.
Me pregunto: ¿Cuál es el cine perfecto?
Y me respondo: la perfección está en otro lugar.
No está en la resolución, ni en el Dolby, ni en los 8K. La perfección está en la entrega, en la intensidad con la que se vive el proceso creativo. La pasión del ojo y el oído puestos al servicio de una historia digna de ser contada. Esa es la estrella a seguir.
Bitácora auditiva, día 2.
Hoy no tengo muchas ganas de escribir ni de escuchar. Así que me concentro en los sonidos de mi entorno: el ventilador detrás mío, en el costado izquierdo; un pájaro que pía cinco veces; otro que lanza dos chillidos largos.
Recuerdo mis años en Montefiore, en Santiago del Estero. Siete años trabajando allí.
La mañana está más tranquila que la de ayer. Tal vez es el cielo encapotado. O tal vez soy yo. Me muevo en la silla destartalada. Suena el pistón roto. Arqueo la espalda, suenan las vértebras. Me incomoda todo.
Como no quiero escuchar, empiezo a crear los sonidos: golpeo tres veces el escritorio. El ruido viene del frente, debajo de mi vista. Miro las marcas del escritorio y pienso en cuántas manos lo habrán usado antes.
Golpeo ahora el suelo con el talón. Ese sonido me lleva a las noches de insomnio en Santa Fe, en mi departamento del sexto piso en Boulevard Pellegrini. Cuando los vecinos del piso superior hacen ruido y yo golpeo la pared con el puño. Una vez, con un palo de escoba, hice un agujero en el techo.
Ahora escucho otro sonido, rugoso, como de piedra. Está en un volumen muy bajo, cerca del Do menor. Afuera, alguien grita a lo lejos. No entiendo por qué. Yo no sirvo para gritar.
Me dan ganas de fumar, pero no lo hago. En su lugar, pongo una canción de Wos. Grita. Lo acompaño.
“Qué tal ícono hombre rutinario,
mirando la muchacha que besa su rosario,
pide al cielo y suspira con su rezo diario,
pero se ve que Dios no escucha a los de su barrio.”
Tomo un mate. Vuelvo a escribir.
El escritorio cruje, como siempre. Estoy en la habitación número 27 de La Siberia. Al costado de la MacBook, un paquete de galletitas dulces “Conquistador”. Las últimas que me quedaban. Las como. Crugen. Sonrío.
Es poética y políticamente incorrecto que las únicas galletas dulces de Cuba se llamen así.
Desde que me levanté, estoy grabando Radio Reloj con el celular. Le puse auriculares, no la escucho, pero está ahí.
Miro el reloj: son las diez. Tengo que ir a clase a leer, justamente, esto que estoy escribiendo.
Tecla enter. Suena fuerte.
Otra vez el pájaro. Cinco veces.
Tecla enter. Otra vez.